La vida pasaba lentamente mientras miraba por la ventana,
encendía el cigarro y lo apagaba, así una y otra vez. Oler brevemente el humo
que ascendía hacia él desde el cenicero era suficiente para contener las
ansias, el cáncer que había visto matar uno tras otro a sus conocidos era
motivo más que suficiente para mantenerse firme.
Ya no hacía su vida más allá de ese sofá junto a la ventana,
los vecinos le veían cada día y le saludaban, él sonreía y hacía un ligero
movimiento con la cabeza, pero rápidamente miraba hacia otro lado. La gente le
hacía sentir incómodo. No le gustaba la compasión en los ojos del portero o de
la tendera las veces que había bajado a la calle. Pero la soledad era algo de
lo que sentir pena, algo de lo que compadecerse, eso estaba claro. Su casa
vacía, que hacía no tanto había soportado entre sus paredes los gritos de una
gran familia, le chillaba ahora en el silencio que su vida era sólo una pérdida
de tiempo.
Esperaba a la muerte, día tras día, pero esperaba en vano.
Muchas veces pensaba que no deseaba en realidad acabar con esto, al fin y al
cabo seguía sin fumar desde que perdió a su mujer, al amor de su vida. “Ella no
habría querido eso” pensaba. Pero tampoco luchaba por vivir, y eso no era más
que una manera más de recordar aquello que le hacía dar vueltas en la cama una
y otra vez cada noche: era un cobarde, lo había sido toda su vida y lo seguiría
siendo siempre. ¿Por qué temer a la muerte si no hay nada más allá de ella?
Precisamente por eso, porque no hay nada más allá, nada que me recuerde, nada
que me olvide, nada que pueda cambiar, aunque no quiera hacerlo. Tenía miedo al
olvido y miedo al vacío, constantes en sus pensamientos. Pero él no olvidaba
los recuerdos que le perseguían y eso le hacía sentir vivo.