Nos agarramos con fuerza, en la oscuridad y a ciegas. Tiramos de la nada y seguimos tirando, esperando que en algún momento deje de existir esta inmensidad vaporosa e irrespirable.
Nos dejamos caer infinitamente. Arañamos una superficie grisácea que nos separa del resto del mundo, pero que el resto del mundo parece incapaz de ver.
Queremos sentir. Algo. Lo que sea.
Nos agarramos muy fuerte, no el uno al otro, sino a los recuerdos. Para poder al menos llorar de melancolía. Para poder al menos escribir cosas tristes en algún cuaderno de notas a las cinco de la mañana, cuando vuelves a casa y te sientes poco querido, poco atractivo, poco de todo.
No nos agarramos el uno al otro porque no estamos seguros siquiera de que haya algo que agarrar. Sobrevivirnos fue más costoso de lo que hubiéramos pensado cuando nos miramos la primera vez y no vimos nada.
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